Difusión Cultural
4. Cuentos y Leyendas
La estatua de la Plaza de Santo Domingo
Francisco José Segovia Ramos
El que de verdad ama a Dios, en todas las cosas ve a Dios, y todo le parece que le convida a su amor. En la mañana, el canto de las aves, en la noche, el silencio y la serenidad de ellas nos convida a alabarlo.
Fray Luis de Granada

No es un recurso literario, ni una metáfora socorrida y gastada, sino la pura realidad: la estatua de la plaza de Santo Domingo, llora. Es cierto que nadie la ha visto llorar, ni siquiera en los días más tristes del invierno, cuando el cielo se vuelve gris plomizo y hasta los pájaros dejan de cantar, pero lo cierto es que sus ojos derraman lágrimas tan saladas y sentidas como las de cualquiera de nosotros.
Él -porque de la figura de un hombre se trata- se encuentra subido encima de un pedestal de vieja y gastada piedra, con sus manos cruzadas reposando sobre su vientre, y su mirada perdida en una lejanía rota por los edificios que circundan y encierran la placeta, casi ahogándola. Está ahí desde hace décadas, incólume a las tragedias humanas, el paso del tiempo, las lluvias otoñales y los ardores del estío. Inmune a todo eso y, sin embargo, frágil de corazón, aunque este sea de piedra dura y castigada por el tiempo.
Sus hábitos lo identifican rápidamente como un fraile de los antiguos tiempos. Es Fray Luis de Granada, pero casi nadie sabe quién es. Su recuerdo yace olvidado por autoridades y amantes compulsivos pero infieles de la historia. Tampoco es tan importante porque sus lágrimas, que es de lo que ahora estoy hablando, no conocen de fama ni de dinero, ni de los mundanales placeres o de los arrebatos místicos derivados de medallas, títulos u homenajes.
Él, la estatua que no es hombre, el fraile rocoso, la figura aislada en esa plaza abierta a los cuatro vientos y abandonada en un barrio céntrico de una ciudad de provincias, me interesa por su extraordinaria característica, nada más. La masa pétrea, gris, mohosa, de la iglesia que se encuentra a su espalda, a pesar de que con su tamaño empequeñece y parece atemorizar a la efigie, no me fascina en absoluto, y ni siquiera la misa de los domingos o la celebración de alguna boda o nacimiento le dan realce, tan apagada está a mis ojos y tan ajena a mis inquietudes.
No presumo de mis virtudes, que son pocas y apenas diferentes a las de otros muchos, pero sí de que soy muy observador, por lo que no es nada extraño que aquella tarde de primavera, mientras estaba acurrucado bajo uno de los árboles de la plaza, bajo la luz de un sol de atardecida más rojizo que de costumbre, descubriera algo peculiar en el rostro de la escultura.
Llevaba encima, como hago siempre que salgo a pasear (sólo por el gusto de recorrer estrechas calles y descubrir nuevos rincones donde encontrar mundos mágicos o historias por contar) una cámara fotográfica. Ya había hecho fotos de la estatua, pero ese día enfoqué, instintivamente, el objetivo hacia la cara de la figura, utilizando una potente lente de aumento. Conforme iba acercando la imagen mi corazón se aceleró, y cada uno de sus tic tac parecía acompasarse con el aumento en el visor del rostro pétreo, que me iba mostrando sus detalles.
¡Mi sexto sentido no me traicionó entonces! Pude observar que una lágrima brotaba de uno de sus ojos. Pensé que mis sentidos me estaban gastando una mala pasada, una broma que, a mi edad, ya es adelanto de futuras enfermedades y, por un momento, aparté la cámara de su objetivo y desvié mi mirada a una pareja de jóvenes que pasaban por allí. Los seguí con la vista unos segundos: contemplé cómo desmadejaban, con paso lento de enamorados, los adoquines de la plaza y se perdían por una de las calles laterales, estrechas y vacías. El momento de tensión pasó, pero el interés permanecía, así que volví a enfocar a la estatua, aunque ahora sabía bien qué es lo que buscaba.
¡Allí seguía! Pero no era la misma lágrima, porque observé que un rimero de ellas recorría el rostro del fraile. Resbalaban por él hasta caer a sus pies, igual que el agua de lluvia que se estrella sobre los tejados. Formaban un pequeño charco que el calor del día evaporaba sin dejar que creciera mucho más.
No podía creer lo que estaba viendo a través de mi cámara y, sin embargo, era tan real como el sol que me calentaba. Aparté el aparato y me incorporé. Por un instante me dije que debía volver a mi casa y dejarlo todo. Llegué a pensar que me estaba volviendo loco, o que mi mente me gastaba una mala jugada aquella extraña tarde. Pero la tentación, la curiosidad, pudieron más que mi cordura. Así que, sin más preámbulos, me acerqué con paso lento hasta el pie de la escultura.
Me paré y miré la inscripción esculpida en la piedra. Después levanté la vista y contemplé su rostro, en un intento loco por atisbar esas imaginadas lágrimas, y descubrí otra de ellas… que brotaba de uno de sus ojos, como si hubiese esperado ese preciso segundo para hacerlo.
No había nadie en la plaza, salvo yo. Yo y la estatua que lloraba. Yo y la sombra de la iglesia de santo Domingo, que se alargaba conforme la tarde caía, y empezaba a cubrir, con sus tinieblas, un lugar ya de por sí bastante desierto y solitario. Sentí que mi corazón se lanzaba a una carrera desenfrenada en la que vencía a mi cerebro, e intenté sujetarlo con las bridas de la razón, para no salir huyendo de aquel sitio, o de mi propia imaginación dislocada.
El hombre lloraba. De eso no tenía ya casi ninguna duda. No sé por qué lo hice entonces pero, en un gesto digno de un investigador meticuloso y tranquilo, me incliné levemente y mojé uno de mis dedos en el charquito que había a los pies del monumento. En esa postura, giré la cabeza a ambos lados, para cerciorarme de que nadie me observaba y, una vez comprobé que estaba solo, me llevé el dedo a la boca.
¡El agua era salada! Salada como el mar. Salada como la lágrima de un ser humano. Creí que un océano de piedra me arrastraba y me hundía en las profundidades de un piélago desconocido en el que descubriría lo que nadie antes conociera. Y en las simas de ese océano me encontraba, como por encanto, con el monje, que me sonreía mientras seguía llorando sin cesar, en una contradicción imposible de descifrar.
Cogí la cámara de fotografía, con el ánimo de inmortalizar aquella escena o, quizá, de tener una prueba de que no había sufrido alucinaciones. Pero me quedé en el gesto, como si un sexto sentido –ese del que presumo con frecuencia- me dijese que no estaba bien, que podía romper un momento mágico. Dejé caer la cámara a mi costado. La dejé balancearse brevemente, cogida por la correa, y miré, ensimismado, el rostro del monje.
¿Por qué lloraba? La tarde se despedía con un último adiós, atravesaba las ramas de los árboles y rayaba las líneas duras y ariscas de la iglesia. La plaza se encontraba acosada por las inmensas sombras de la noche que llegaba, que apenas alejaban un par de farolas que empezaban a brillar, pobremente, con bombillas cargadas de polvo y años.
¿Por qué lloras? Sé que pregunté entre susurros al monje de manos dulces y rostro cansado. No obtuve respuesta. La piedra no puede hablar aunque tenga alma.
Intenté adivinar qué le sucedía, la razón de su llanto callado y pétreo. ¿La soledad de una plaza perdida le había provocado, después de tantos decenios, una desazón que quemaba su espíritu? ¿Buscaba el consuelo del honor y el elogio? No, no podía ser esa la explicación. Aquél rostro reflejaba bondad, no orgullo. Empecé a observar la estatua con detenimiento. Busqué un detalle, una pista que me diese la respuesta. Mi mente se había puesto a trabajar. Me había olvidado de lo absurdo de la situación y me concentraba, como si fuese lo más natural del mundo, en encontrar la causa de una lágrima que brotaba de los ojos ciegos de un fraile pétreo. Y no pensaba en otra cosa, sino en descubrir de dónde nacía la pena del hombre sobre el pedestal.
A pesar de la poca luz que me daban las farolas, que ahora brillaban más intensamente, al cabo de varios minutos hice el descubrimiento. Sobre su cabeza, y sobre sus hombros, atisbé manchas blancas y grisáceas. Una chispa se encendió entonces en mi cerebro. Y creí en ella, porque no había otra explicación. No la había porque esa noche la realidad y la fantasía se habían unido, y yo era un privilegiado por poder contemplar esa mística amalgama.
¡Faltaban las palomas! Yo era un visitante habitual de la plaza, y conocía el lugar desde que era pequeño. Ahora recordaba que hacía bastante tiempo que las palomas, antes siempre presentes, no estaban. Quizá una campaña de exterminio por parte de las autoridades había acabado con ellas, o las habían capturado y llevado a otro lugar. Quizá un ave de rapiña –algún mochuelo de un parque vecino, o un cernícalo al que pude seguir en su vuelo unos días atrás- las espantara... Lo cierto es que no estaban allí desde hacía semanas.
¿Era esa la causa? Los excrementos de las aves (esas manchas grises y blancuzcas) delataban su anterior presencia. Pero, me pregunté entonces, ¿podía echar el monje de menos a un animal que trataba su efigie de forma tan indigna? ¿Esas lágrimas eran provocadas por la ausencia de las palomas?
No sé cuánto tiempo había pasado sumido en mis meditaciones, pero tuvo que ser mucho, porque la oscuridad a mi alrededor era ahora mayor, y casi se podía palpar. No podía ver con claridad si la estatua seguía llorando pero, casi como si quisiera demostrarme que sí lo hacía, una de sus lágrimas golpeó contra el dorso de mi mano. Me sobresalté y salí de mi ensimismamiento.
¿Echas de menos a las palomas? Le pregunté, y me sentí inmerso en una fantasía que temía acabase devorándome, pero la sentía tan real que nada me importaba entonces.
No esperaba ninguna respuesta. No debía haberla esperado. Pero sucedió. Quiero creer que el monje me sonrió, aunque pudo ser una ilusión provocada por las luces parpadeantes de las farolas. Me froté los ojos, y pensé en la estupidez que acababa de cometer, y entonces… Entonces las manos se separaron y los brazos de la estatua se extendieron y formaron una cruz. Durante unos segundos el fraile de piedra se quedó en esa postura, como si esperase que las desaparecidas palomas, aquellas aves defenestradas tiempo atrás, apareciesen y se posasen sobre sus brazos y su cabeza. Después, volvió a bajar lenta, muy lentamente, sus brazos, y cruzó sus manos sobre su vientre, visiblemente derrotado por la infructuosa espera.
Retrocedí unos pasos, sin dejar de observar la estatua. Era como si nada de lo que había visto hubiese sucedido nunca. La noche, madre consoladora, se convirtió en una manta protectora que me acompañó hasta mi casa. No pude dormir. Ni lo he hecho apenas desde entonces en mi lucha incansable por conseguir que las palomas vuelvan a la plaza.
Las autoridades me llaman loco. Los vecinos dicen que traer de vuelta a las aves va contra la salud del barrio, que son animales despreciables. Nadie las quiere, salvo yo y el monje de piedra. Y sé que por las tardes la estatua llora, desconsolada, atrapado en piedra su corazón de poeta, en mitad de una plaza solitaria, triste, cargada de sombras y ausente de palomas.
FIN