Difusión Cultural
4. Cuentos y Leyendas
El balón, la alberca y el metro
EL BALÓN, LA ALBERCA Y EL METRO
Francisco José Segovia Ramos
"Para Mª Socorro, archivera municipal, compañera y amiga"
Durante el verano de 1971 los fines de semana los niños jugaban al fútbol en una gran explanada situada junto al camino de Ronda, o la Redonda, como se decía comúnmente, que se había empezado a urbanizar en la vega pocos años atrás. El solar estaba delimitado por unos edificios bajos a un lado y por un merendero circundado por árboles, al otro, además de un antiguo caserón que los vecinos llamaban Alcázar Genil, situado al norte. Aquella mañana del sábado Paco se encontraba en plena forma… para un chaval de nueve años. Además, llevaba en el bolsillo una moneda de cinco duros, o sea, veinticinco de las antiguas pesetas que, cuando acabase el partido, pensaba gastar en parte en uno o dos sobres de
montaplex de los que vendía la anciana del kiosco situado en una plazoleta junto al portal de su casa. Pletórico, y dispuesto a todo, cuando le llegó el balón enviado desde la banda por uno de sus compañeros de equipo, le golpeó con la pierna con mucha fuerza… con tan mal atino que en vez de hacia la improvisada portería fue a parar lejos, tras unos altos matorrales…
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Aixa, la madre del rey de Granada, contempla las aguas tranquilas de la gran alberca de Qasar al-Sayyid. Sobre su superficie se refleja el límpido cielo de la ciudad, azul como solo puede serlo en verano. Junto a ella, varios cortesanos discuten sobre los avances del ejército cristiano, que sigue mordiendo con saña las tierras del reino nazarí. La reina madre recuerda la traición del Zagal, aunque se regocija por su muerte en Fez, ordenada por su hijo. Así debían acabar los traidores, murmura… pero el tiempo se termina, y en la vega los cristianos han construido un campamento permanente, con vistas a la conquista final de Granada. Teme que quede poco, muy poco tiempo, y su hijo apenas hace otra cosa que perder el tiempo en discusiones banales, o elaborando planes militares irrealizables, porque no dispone de recursos suficientes para enfrentarse al enemigo. Y todos esos cortesanos que la acompañan solo se entretienen en hacer batallas navales con barcos en miniatura sobre el gran estanque, como si el tiempo no transcurriera y estuvieran en el apogeo del reinado del gran Al-Muntansid, quien hizo construir esta finca de recreo.
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El obrero detiene la taladradora y se quita el casco un momento. Se limpia el sudor con un pañuelo sucio y mira a la lejanía mientras medita. Podría continuar, sin decir nada a nadie, y ahorrarse tiempo y aburridas discusiones con los encargados, pero algo dentro de él le dice que lo que acaba de suceder es importante; tanto que debería llamar a algún responsable de las obras y explicarle qué ha descubierto. ¿Y quién mejor que el arquitecto jefe? Lo atisba hablando con el maestro de obras y dos aparejadores, cerca del lugar por donde el metro pasará soterrado. Así que se apea de la máquina, echa un somero y último vistazo al agujero que se ha abierto casi bajo sus pies, y se dirige con paso calmo pero decidido hacia donde se encuentran los cuatro hombres.
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Qasar al-Sayyid, o Alcázar Genil, como lo llaman los cristianos, mira el espacio que se extiende ante ella, y también el tiempo, y su qubba parece sonreír con las casualidades que los hombres encuentran en su camino. Si fuera mujer, su arco de herradura se torcería en una sonrisa picarona, y sus ventanas harían a guisa de ojos que guiñarían como los de una doncella de harén coqueta y atrevida. Pero es piedra y ladrillo, y también arrayán y rosas, por lo que siente de una forma que los hombres jamás comprenderán, ni incluso serán capaces de adivinar.
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Paco tenía que recuperar el balón, o no habría partido. Pero la dichosa pelota estaba lejos ya que, tras atravesar la densa red de matojos, había caído en un agujero que se había formado debido al movimiento de tierra, las lluvias y el abandono. Se alejó del grupo de niños, que ahora discutían sobre si había o no fuera de juego, y se introdujo en la espesura hasta llegar hasta el lugar donde la tierra se abría: en el fondo descubrió la pelota, que esperaba a ser recogida por sus manos infantes para volver de nuevo con los émulos de “torpedo” Müller, Neskens o el más cercano y querido Porta.
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Aixa reprime un bostezo. Está a punto de levantarse, dar por terminada la fiesta, y hacer que todos los haraganes que la rodean vuelvan a sus casas, cuando uno de los guardias aparece en escena. Lleva agarrado del brazo a un chaval sucio y casi desnudo, de unos siete u ocho años. El chico refunfuña, pero no llora. La reina madre lo mira con enojo al principio y con curiosidad después. El chico ha entrado en la finca para robar fruta, explica el guarda, un negro altísimo y corpulento. Aixa va a ordenar que azoten al pequeño, pero luego ve algo en su rostro infantil: la asunción del destino por un espíritu acostumbrado al sacrificio. Le pregunta por sus padres, porque ellos son los responsables de sus actos, y el chico le responde que murieron en Alhama, y que sus dos hermanos, que le cuidaban, cayeron en combate en la última batalla contra los castellanos, y añade que él también luchará por su rey y su reina, y también por Granada. El corazón de Aixa se llena de emoción: este niño tiene más coraje que todos los cortesanos que la rodean juntos. Se levanta y manda soltar al niño. Luego le dice a éste que la acompañe hasta uno de los aposentos situados junto al edificio central de la qubba.
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El arquitecto escucha las explicaciones del obrero, y se mesa su barbilla con expectación. Sus acompañantes quitan importancia al hallazgo, al que tachan de mera conjetura del operario, pero el técnico decide acercarse hasta el socavón que se ha abierto bajo la taladradora. Con cincuenta años cumplidos, ha visto muchas cosas en su vida, pero aquello es diferente, y le recuerda vagamente a algo, aunque no sabe bien qué.
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Paco tropezó, por apresurarse, y resbaló por la empinada pendiente hasta llegar, de forma totalmente caótica, hasta el balón. Dio una o dos vueltas, y casi desgarró sus pantalones cortos, de tan mal como cayó. Afortunadamente solo se hizo unos rasguños, y pudo recuperar el balón y subir de nuevo la pendiente, aunque le extrañó sobremanera encontrarse a dos o tres metros de profundidad lo que parecían sillares de ladrillo. Volvió con mis amigos y unos minutos después había olvidado todo lo sucedido.
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En el entorno privado, Aixa observa de nuevo el rostro del pequeño. Luego levanta la cabeza y mira el techo de madera policromada, y la piña de mocárabes que simbolizaba las ciudades de dios, y se pregunta por qué su hijo no se ha rodeado de hombres en vez de cobardes. Pero no hay solución para aquello… aunque sí quiere compensar al niño por el mal trato recibido. Llega hasta un pequeño arcón, y extrae de él unas monedas: dos doblas rayadas, o granadinas. Se las da al chico. Luego le ordena que se marche por donde ha venido y que no vuelva más. Como reina no se puede permitir que se cree un precedente entre la plebe, y que el lugar se llene de pequeños ansiosos de obtener alguna recompensa.
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El alma de Ayala pasea por aquí, por este alcázar de raíces árabes, aunque nadie lo sabe. ¿Cómo lo van a saber los simples humanos, que solo tienen ojos para lo que dicen sus sentidos, y no escuchan lo que dicta el espíritu? Ayala se pasea por mis estancias, y se siente feliz. El limonero, donde se depositaron sus cenizas, hizo que se fundiera con mis piedras, y no hizo falta más, ni soy quien para dar las razones de que fuese así y no de otra manera. Seguramente el bueno de don Francisco Ayala lo explicaría mejor, y entendería esta historia que se desarrolla en un único espacio y a lo largo del tiempo.
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Se dio cuenta de que le faltaba la moneda de cinco duros cuando fue al kiosco a comprarse el ansiado sobre de
montaplex: no estaba en sus bolsillos. Paco recordó que la había puesto junto a un pañuelo, y que había sacado este en varias ocasiones durante el partido para limpiarse el sudor y también el hilillo de sangre que brotaba de la herida que se había hecho en el accidente. Era una locura volver a buscarla, porque era ya de noche y tenía que cenar… además de que seguramente a esas horas las tendría otra persona más afortunada. Se sintió desdichado y pensó en esa moneda durante mucho tiempo, porque en aquellos tiempos veinticinco pesetas era un dineral para un niño de barrio.
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El chico se siente dichoso con las dos doblas de oro en sus manos. Ese día, en el Albaicín, Omar podrá decir a sus amigos que es rico, pues no es habitual que un niño de su edad tenga semejante fortuna. Pero en la puerta de salida se encuentra de nuevo con el gigante negro. Este lo mira con una sonrisa dura. Con acento extranjero le dice que ha visto como salía con esas monedas de la qubba, y le exige que se las entregue. Seguramente está molesto porque la madre de Boabdil no le ha premiado a él por atrapar al pillo. Omar se resiste lo que puede, incluso cuando el guardia se las arrebata y las alza en el aire, victorioso. Con furia, le muerde la muñeca y, al retirar el soldado la mano dolorida, las monedas vuelan por el aire y caen en el profundo estanque, lejos del alcance de ambos. El chico tiene que salir huyendo para evitar la venganza del guardián. También se lamenta durante todo el camino por la pérdida de la recompensa de la reina.
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El arquitecto contempló el socavón, y frunció el ceño. Echó un vistazo a su alrededor: el lugar había cambiado mucho en los últimos cuarenta años, pero aquí había estado antes, de pequeño. Sonrió. Luego descendió con precaución, a pesar de los ruegos del obrero, que le pedía no lo hiciese. Al llegar abajo descubrió una sillería de ladrillos, y sintió que retornaba al pasado y que todo volvía a ser como cuando era niño. Acarició la sillería, y topó entonces con unos objetos metálicos: estaban casi totalmente llenos de barro e inmundicias, pero los limpió con su pañuelo. Dos de ellos eran monedas antiguas, de procedencia árabe, seguramente nazarí… pero el tercero era mucho más reciente… una moneda de veinticinco pesetas.
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Qasar al-Sayyid podría decir al asombrado arquitecto que esas monedas árabes son las dos doblas de cinco rayas que perdió el pobre Omar, y que él no es más que el descendiente lejano de ese chico huérfano pero valiente que hizo sonreír a Aixa durante unos instantes. También le gustaría pedirle que recuperase su antiguo esplendor, pero se conforma con que, por fin, hayan descubierto parte de los restos de su gran alberca, y también de que el siempre adolescente arquitecto haya recuperado la moneda de cinco duros, que perdió cuando descendió a ese mismo pozo en busca de un balón de fútbol, hace más de cuarenta años, y apenas un suspiro del corazón…
FIN